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Haz lo que digo, no lo que hago. Esa es la lectura que se desprende de WikiLeaks después de que la publicación The New Stateman haya desvelado el contrato que los «filtradores» deben suscribir para participar con ellos.

Y es que el acuerdo que hay que firmar obliga a los colaboradores de WikiLeaks a no filtrar las filtraciones. La pena por infringir esta cláusula (que bien podrí­a haber redactada por Groucho Marx) no es moco de pavo: nada menos que 12 millones de libras (unos 13,85 millones de euros, al cambio) en concepto de multazo.

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La idea de esta condición dentro del contrato es la de patrimonializar la información que WikiLeaks desvele como parte de la polí­tica de filtraciones que ha hecho célebre a la organización encabezada por Julian Assange. Otra de las polí­ticas y puntos fundaciones de WikiLeaks, sin embargo, es la de democratizar el libre flujo informativo, algo que logicamente entra en clara confrontación con aquello de que los «filtradores» desvelen informaciones a tí­tulo personal. Dicho de otro modo: la cláusula casi convierte a WikiLeaks en una empresa informativa de facto.

Asimismo, el contrato especifica que la información privada que los «filtradores» se encargan de canalizar a través de la controvertida organización es «unicamente propiedad de WikiLeaks», como la define el acuerdo de confidencialidad que se sitúa en la cláusula número cinco del acuerdo.

Es más que evidente el disparate que para muchos puede suponer el hecho de que la misma organización que subsiste con la ayuda de merchandising y aportaciones personales de los seguidores de WikiLeaks blinde la información que proporcionan sus colaboradores, y yendo en contra de la filosofí­a que se han esforzado en transmitir. ¿Se acabará convirtiendo WikiLeaks en una compañí­a al uso con fines comerciales?

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