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Formar parte de un sueño puede ser una auténtica pesadilla. Y en algunos casos, la relación es directamente proporcional, a mayor grandeza del sueño, más dramático es formar parte del mismo. Eso es lo que debió pensar Andy Grignon, ingeniero senior en Apple que en la mañana 8 de enero de 2007 tomó un camino particularmente diferente al habitual para ir a trabajar. Ese dí­a iba a encontrarse con Steve Jobs. Faltaban poco más de 24 horas para una de las presentaciones más importantes de la historia reciente de la tecnologí­a. El dí­a siguiente, el centro de convenciones Moscone Center en San Francisco se convertirí­a en el escaparate para todo el mundo de un nuevo y esperado icono: el iPhone. Y muchos podrí­an pensar que Grignon era un tipo afortunado «¡Trabajar directamente con Jobs!», lo cierto es que, al menos durante aquel momento, no era aquello exactamente lo que debió pensar. Sin embargo no era ilusión, sino terror, la sensación que lo acompañaba durante aquellas horas. En aquel momento, el iPhone todaví­a era un prototipo, y lo mismo ocurrí­a con su sistema operativo iPhoneOS (este era su nombre original, antes de pasar a llamarse iOS). Y, claro, lo malo que tienen los prototipos es que suelen fallar bastante. No en vano, son usados precisamente para detectar problemas que se resuelven en la versión final. Sin embargo, Jobs querí­a hacer una presentación real, con el dispositivo en funcionamiento, y mostrando todo lo que era capaz de hacer.

Grignon era, en aquel entonces, el ingeniero responsable de las radios del iPhone original. Las radios son los componentes del teléfono que lo permiten conectarse a distintos tipos de redes. En concreto, en este caso hablamos de una radio gsm (para conectarse a la red telefónica), otra wifi y una tercera bluetooth. Es decir, que sin el trabajo de este ingeniero senior, el iPhone no podrí­a conectarse de manera inalámbrica a nada, ni a una red wifi, ni a un manos libres bluetooth ni, peor aún, a la red telefónica. Por lo tanto, cualquier fallo relacionado con la conectividad durante la presentación, supondrí­a una situación más que complicada para él. Y es que, si por algo era conocido Steve Jobs desde sus primeros tiempos como empresario, era por forzar al máximo a sus trabajadores, por exigirles más de lo humanamente posible y por no aceptar nunca un «no se puede» como respuesta. Ya en los tiempos del primer Macintosh, cuando él dirigí­a a este equipo, se jactaba de que los miembros de su equipo podí­an pasar más de 30 horas trabajando sin descanso. Y no temí­a llegar a las manos con cualquiera de ellos si no obtení­a lo que querí­a. En el caso de Grignon, que participó en el proyecto del iPhone prácticamente desde el principio del mismo, él mismo afirma que ganó más de 20 kilos y acabo emocionalmente exhausto.

Keynote iPhone

En la recta final de los preparativos de la presentación del nueve de enero, muy pocas personas estaban autorizadas a acceder a los ensayos de la presentación del iPhone en el Moscone Center. Y esto podrí­a sonar estupendo y generar envidia, pero nada más lejos de la realidad. Los allí­ presentes estaban, claro, directamente relacionados con el dispositivo y sus funciones, así­ que cuando algo fallaba, Steve Jobs no dudaba en responsabilizar a quien correspondiera, con frases como «You are [censurado] up my company» («Tú estás [censurado] mi empresa»), o «If we fail, it will be because of you» («Si fallamos, será por tu culpa»). Ensayaron la presentación más de cien veces, y siempre fallaba algo. La situación de tensión era insoportable para muchos de los empleados. No hay que olvidar que entre la presentación y la puesta a la venta pasó casi medio año (se presentó el 9 de enero y salió a la venta el 29 de junio). En aquel momento, sólo habí­a algunos cientos de prototipos, todaví­a muy precarios, y ni siquiera se habí­a podido empezar a producir en masa.

Durante la preparación de la presentación, los empleados descubrieron, entre otras cosas, que el iPhone podí­a reproducir un fragmento de una canción o un ví­deo, pero no las piezas completas. También que el dispositivo funcionaba bien si enviabas un email y luego accedí­as a una página web, pero no a la inversa. Muchas, muchí­simas horas de prueba y error, llevaron al equipo a preparar lo que llamaron «The golden path» (el camino de oro), que consistí­a en una lista de tareas concretas y que debí­an ser llevadas a cabo en el orden adecuado, para evitar (o al menos minimizar) el riesgo de fallos del iPhone durante su puesta de largo. Pero incluso con el camino de oro, habí­a elementos que podí­an fallar, y uno de ellos era la radio responsable de conectar el teléfono a la red telefónica. Como durante toda la presentación, la audiencia podí­a ver la pantalla del teléfono replicada en una gran pantalla, el efecto de ver cómo el iPhone se conectaba y desconectaba continuamente, podrí­a desmerecer en gran medida la presentación. Así­ que el equipo de Grignon tomó una solución sorprendente: «trampearon» el dispositivo para que siempre mostrara cinco barras de cobertura (el máximo).

Este no era el mayor de los problemas. El principal era la gestión de memoria del dispositivo, todaví­a muy deficiente, y que provocaba que se colgara realizando muchas tareas, lo que obligaba a reiniciarlo. Jobs contaba con varios prototipos durante la presentación, de manera que tras realizar una operación con uno, rápidamente podí­a cambiar a otro y dejar que el primero se reiniciara. El gran problemar era el «fin de fiesta». Jobs querí­a terminar la presentación haciendo uso simultáneo de todas sus principales funciones en un mismo teléfono. Y, lo peor de todo, no contaba con un plan B. Estaba tan convencido de que todo podí­a y debí­a funcionar bien, que un fallo no habrí­a tenido salida posible. Pero, al final, la presión ejercida por Jobs, el increí­ble talento de sus equipos de trabajo y, porque negarlo, un poco de suerte, ayudaron a que el final del camino, tras dos años y medio de trabajo muy, muy duro, fuera una presentación en la que todo salió bien, y un dispositivo que lo cambió todo en el mundo de la telefoní­a móvil.

Ví­a The New York Times

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