Avatar ha roto muchos moldes dentro de la industria cinematográfica, y ha mostrado a los de Hollywood una nueva vía para seguir haciendo negocio. Por desgracia, no todo el mundo está dispuesto a realizar la inversión necesaria para rodar las películas en formato tridimensional, ni siquiera quieren tomarse el esfuerzo extra que requiere uno de estos rodajes, que precisan de una planificación especial y del empleo de profesionales muy caros capaces de colocar las cámaras en cada plano.
A la par que Cameron preparaba su «ópera magna», los informáticos creaban un proceso que permite convertir imágenes de vídeo bidimensional a la tercera dimensión. Por eso, muchos cineastas prefieren tomar la vía de en medio, grabar sus películas con los procedimientos tradicionales, y enviarlas a una oscura empresa de posproducción en un país emergente, donde decenas de informáticos mal pagados se encargan de crear el efecto estereográfico a golpe de ordenador.
El proceso que permite convertir películas rodadas en dos dimensiones a la tercera dimensión es laborioso. Hay que crear un boceto tridimensional de cada uno de los fotogramas, y dejar que los ordenadores se encargue del trabajo. Una película 3D se rueda con dos cámaras ligeramente separadas entre sí. En una película bidimensional, sólo hay uno de los dos planos necesarios para crear el efecto de profundidad. A partir de ese único fotograma, se recortan dos imágenes con ejes ligeramente separados, al igual que ocurría con las rodadas por dos cámaras 3D.
En realidad, el proceso es un poco más complejo, porque para ese efecto de profundidad, hay que crear las líneas de convergencia que tiene toda escena 3D. Para ello, se divide el plano en filetes o zonas cada vez más alejadas. Dependiendo de la complejidad del plano y del presupuesto, se hacen entre dos y ocho filetes. En el primer filete pueden estar los actores que se hallan en primer plano; en el segundo, la muchedumbre que los acompaña; en el tercero, las montañas del fondo; en el cuarto el cielo, y así sucesivamente.